lunes, agosto 13, 2007

EE.UU. y Rusia, hoy como ayer, obligados a cooperar

(Clarín, 13 de agosto del 2007).

Henry Kissinger EX SECRETARIO DE ESTADO NORTEAMERICANO

Las pulseadas entre las dos superpotencias enfrentadas en la Guerra Fría obedecen a una lógica sobre la que ambas están, en realidad, básicamente de acuerdo.


El debate sobre la defensa misilística, que tiene casi cincuenta años, se reabrió como consecuencia del plan de instalar elementos de la defensa misilística estadounidense en la República Checa y Polonia. Los conocidos argumentos de la Guerra Fría resurgieron en momentos en que Rusia desafía la necesidad de esa instalación y afirma que la misma tiene por objeto superar las fuerzas estratégicas rusas en lugar de hacer frente a las amenazas iraníes, como sostiene el gobierno de los Estados Unidos.

Sin embargo, a la invectiva se suma que el Kremlin también presentó una audaz iniciativa para crear una colaboración sin precedentes entre la OTAN y Rusia a los efectos de resistir la amenaza nuclear de Irán. El aspecto del debate relacionado con la Guerra Fría se remonta a un tema que desvela a los estrategas desde el advenimiento de las armas nucleares: si a partir de las consecuencias catastróficas de una guerra nuclear se puede elaborar una estrategia militar a la que una sociedad pueda sobrevivir.

Durante la Guerra Fría, la doctrina estratégica estadounidense dominante buscaba disuadir a través de la capacidad de aniquilación mutua. Sin embargo, cuando la estimación de las víctimas de la estrategia de destrucción mutua asegurada (MAD) llegó a las decenas de millones, los gobiernos retrocedieron ante las implicaciones de lo que sus planificadores habían forjado.

El advenimiento de los misiles balísticos en la década de 1960 generó presiones respecto de una defensa contra la nueva amenaza. En la práctica, sólo los Estados Unidos y la Unión Soviética tenían la capacidad militar para desarrollar lo que podía compararse con derribar el equivalente de una bala en el espacio, y sólo los Estados Unidos tenían la capacidad industrial de producirlo en términos globales.

En las décadas siguientes, el contexto internacional experimentó un gran cambio y obligó a reconsiderar las decisiones anteriores. En primer lugar, la desintegración de la Unión Soviética eliminó en un futuro inmediato la base conceptual de la doctrina MAD.

En segundo término, el progreso técnico hizo que la defensa misilística fuera una perspectiva mucho más realista. En tercer lugar, la proliferación de armas nucleares y tecnología de misiles generó peligros sin precedentes de lanzamientos accidentales o por parte de Estados belicosos. También estaba en juego un tema moral. ¿Cómo podía un presidente explicar, luego de hasta el más limitado de los ataques nucleares, por qué, estando en posesión de una tecnología plausible para mitigar sus consecuencias o para evitarlas, había optado por dejar a la población desprotegida?

Esas consideraciones convencieron al gobierno de Bush de retirarse del tratado de ABM en 2002 para iniciar la construcción de un sistema global de defensa misilística que apuntara a superar ataques limitados, sobre todo procedentes de Estados belicosos. Las instalaciones comenzaron en Alaska, y se están integrando al sistema algunas estaciones de radar existentes en otros lugares. El emplazamiento de un radar en la República Checa y de una serie reducida de interceptores en Polonia serían las primeras nuevas instalaciones fuera de los Estados Unidos pensadas de forma explícita para la defensa misilística.

Rusia, que aceptó la retirada del tratado de ABM en 2002 con escasa o ninguna controversia, reaccionó de inmediato a las instalaciones en Polonia y la República Checa. Eso no debería sorprender a nadie. Moscú siempre dio muestras de gran interés en la defensa misilística. De hecho, la Unión Soviética fue pionera en la instalación de defensa misilística alrededor de Moscú a mediados de los años 60.

El diálogo actual entre Rusia y los Estados Unidos, por lo tanto, reitera en parte un patrón tradicional. Sus implicaciones, sin embargo, van mucho allá de las consideraciones estratégicas. En la conducta del presidente Vladimir Putin está implícito un profundo resentimiento respecto del avance del establishment militar de la OTAN hacia las fronteras de Rusia sin respetar lo que Moscú considera garantías de que eso no sucedería, sobre todo en lo relativo a la tecnología militar avanzada.

Las tácticas de Moscú reflejan su retórica. Lanzó una intensa campaña diplomática destinada a presionar a la OTAN y a los Estados Unidos para que eliminaran la instalación de una defensa misilística en Europa Central. Retiró sus promesas anteriores de que ninguno de los misiles de Rusia apuntaría a territorio de la OTAN.

Pero hay elementos que implican una actitud más constructiva. Putin hizo una propuesta que tiene mucha importancia a largo plazo: vincular las instalaciones de radar de rastreo de misiles existentes en Azerbaiyán, o las que se proyecta en el sur de Rusia, con el sistema de defensa misilística de la OTAN y los Estados Unidos contra Irán. Si bien la propuesta es inaceptable en su versión actual, implica la visión de cómo instrumentar intereses estratégicos paralelos que podrían sentar precedentes para la superación de otros desafíos globales.

Rusia y los Estados Unidos están ante un orden mundial emergente cuyas amenazas y perspectivas trascienden lo que un Estado nacional —no importa qué tan poderoso— puede abordar por sí solo. La proliferación de armas de destrucción masiva, el jihadismo radicalizado, el medio ambiente, una economía global; todo ello impone la necesidad de una actitud cooperativa.

Eso parece entenderse en el plano de los presidentes y ministros de Relaciones Exteriores, nivel en el que las relaciones son amistosas y se caracterizan por intentos de cooperación serios. En el ámbito público, sin embargo, resurge una actitud que recuerda la de la Guerra Fría. No debe permitirse que esa tendencia se imponga. Los Estados Unidos y Rusia ya no compiten por el liderazgo mundial.

Copyright Clarín y Tribuna Media Services, 2007. Traducción de Joaquín Ibarburu.

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